Marcharse a la NCAA: Ni sí ni no, sino todo lo contrario

3 marzo 2015

Pocas cosas deben ser tan efectivas para darse de bruces con el paso del tiempo como recibir una invitación para escribir sobre un período de tu vida que ocurrió hace más de dos décadas precisamente la misma semana que el médico de cabecera te sugiere llevar a cabo tu primera revisión de la próstata con la normalidad con que antes te pedía una inofensiva analítica. Todo normal, supongo, cuando coqueteas con los cuarenta y te das cuenta de que han pasado ya casi dos lustros desde que dejaste el baloncesto en activo. Lejísimos, como un campo sin línea de tres puntos, queda aquella mañana de agosto de 1994 en la que una versión estilizada, imberbe e inconsciente de mí mismo cogió el primer vuelo rumbo a Estados Unidos para embarcarse, literalmente acojonada, en un proyecto a cuatro años vista con una beca para estudiar y jugar en la División I de la NCAA con la Universidad de Texas A&M.

A lo largo de todos estos años he debatido sobre aquella experiencia con otros jugadores que mediados los noventa también protagonizaron ese éxodo voluntario a Estados Unidos. No importa el desenlace posterior de la carrera de cada uno, incluso aunque los datos demuestren que lanzarse a la aventura americana en ningún modo es garantía de éxito; raramente oirás una voz arrepentida por haber elegido ese camino y casi siempre hay consenso en algo: lo volveríamos a hacer. Allí vivimos algo único e imborrable, uno de los períodos más intensos de nuestras vidas, tanto en el plano deportivo como en el personal.

NCAA Dario QuesadaPara mí fue una etapa realmente enriquecedora, con muchas luces pero no exenta de sombras. Deportivamente, mientras que de la noche a la mañana dispones de recursos inalcanzables para un equipo ACB de mitad de la tabla: viajes en chárter, lujosos hoteles, modernos y enormes pabellones, atención constante de los medios de comunicación e incluso un venerado estatus en el campus, a la hora de entrenar chocas con una mentalidad algo cerrada para los parámetros europeos, con cierta tendencia a encasillar al jugador por sus características físicas y no por su talento, orientando los entrenamientos siguiendo un rígido concepto colectivo ya establecido sin atender lo suficiente las necesidades individuales de jugadores que aún se encuentran en edades de formación. Pero se progresa inevitablemente debido a un tremendo espíritu competitivo, un obligado desarrollo físico entre jugadores de asombrosa capacidad atlética y un formato de competición que iguala, diría que a veces supera, el ritmo de trabajo al que se ve sometido cualquier equipo profesional europeo.

Seguramente este progreso podría llevarse a cabo de igual forma o mejor en un país tan avanzado baloncestísticamente como España, especialmente en determinados clubes más centrados en nutrirse a través de sus categorías inferiores y gracias a una oferta más amplia de competiciones nacionales, ahora francamente debilitadas por la coyuntura económica actual, eso sí. No obstante, si un jugador alberga dudas sobre la conveniencia de dar el salto como profesional recién concluido su año Junior, quizá ahora no sea un mal momento para sentarse, valorar bien los pros y los contras, y pensar en la posibilidad de marcharse a jugar en la NCAA. La crisis ha afectado al baloncesto nacional repercutiendo tanto en la calidad del juego como en los salarios de los jugadores e invertir en formación académica y aprender un idioma puede ser  una decisión acertada en un mercado donde el jugador joven nacional medio se puede dar con un canto en los dientes si su contrato le garantiza más de 1500 euros al mes compartiendo piso con dos o tres compañeros.

Personalmente, ser capaz de hablar y escribir en inglés con soltura me ha resultado de gran ayuda para tener trabajo desde que llegué al mercado laboral en 2006, quizá por su elemento diferenciador.

NCAA Dario QuesadaDejo a un lado el plano personal en esta aventura, duro de inicio por la barrera del idioma y la distancia con los tuyos, mucho menos traumática ahora que vivimos en la era digital. En los lejanos 90 nos comunicábamos a través de algo tan en desuso hoy en día como el correo postal; recuerdo haber escrito mi primer correo electrónico en el último año de carrera, cuando Skype sonaba más a mueble de Ikea, que tampoco existía, así que no entiendo cómo nos las apañábamos para sobrevivir. Con todo, pronto descubres lo que la vida en un campus universitario americano pone a tu disposición: un entorno hecho a medida para disfrutar intensamente de todo tipo de vivencias, conocer otro estilo de vida o hacer amigos. Y sí, eso quiere decir fiestas, muchas fiestas. Sin la supervisión de un adulto.

Bromas aparte, no hay nada más respetable que los objetivos y necesidades de cada uno. Siempre he pensado que en este debate no hay mala elección siempre que se haga con cabeza y el compromiso de implicarse al máximo con la opción escogida, y  para mí fue marcharme al liberal y sensato estado de Texas, donde uno puede adquirir un arma fuego con 18 años, conducir a los 15 y beber alcohol a los 21. Exageraría un poco -y mi mujer me mataría- si calificara aquella época como hacen los americanos, a quienes les encanta referirse al ciclo universitario como ‘the best four years of your life’. Aunque yo no sería tan tajante, no tengo ninguna duda de que siempre estarán entre los mejores.

 

Dario Quesada